Aunque la mayoría de los lectores de Química Orgánica estén más acostumbrados a oir hablar de aminas y ciclopentanos que no de bisulfitos y cloruros es evidente que estamos hablando en el mismo lenguaje. La Química es la ciencia que estudia el comportamiento y estructura interna de la materia como tal y sus posibles transformaciones. Conceptos como el de especie química, molécula, átomo... son comunes a todas las ramas de la Química.
En mis años de infancia y posterior pre-adolescencia, muchas de las preguntas que me venían a la mente se referían a nombres raros acabados en -ico, en -ato, en -uro... Por aquél entonces, yo aún no tenía excesivo acceso a las fuentes de información que, años más tarde, en la Universidad, descubrí que se ocultaban en diversas bibliotecas, repartidas por Facultades y seminarios...
Eran aquellos años de preguntas que sólo se podían resolver con las manos.
¿Cómo se distingue al químico cuando aún estamos a tiempo de evitar que crezca y se desarrolle? Mejor, aún: ¿cómo podemos detectar que ese niño (o niña, claro) va camino de convertirse en un científico y aumentar los peligros que nos rodean en este mundo, de por sí ya suficientemente cruel?
Por la curiosidad y su innata propensión a “probar a ver qué pasa si...”
Si alguno de mis lectores desea tener una forma para detectar si su retoño corre el peligro de crecer y convertirse en miembro de esa peligrosísima rama de la Humanidad conocida con el nombre genérico de científico, ha de fijarse en los síntomas que presenta el citado infante.
Un científico consta básicamente de tres partes:
Una inagotable curiosidad.
Ningún respeto por la conservación de la paz del entorno, si con ello consigue averiguar “qué pasa si...”
Un cerebro ávido de las partes 1 y 2.
¿Y cómo se pueden corregir semejantes desviaciones del comportamiento humano estándard? Pues la verdad, señora mía es que es imposible. Si su prole anida un individuo semejante, Ud. está condenada a ser pasto de mil y un sinsabores en pro del avance de la Ciencia y será señalada por sus convencinas como “Mira, esa es la madre de Fulanito, el que hizo saltar los fusibles de la instalación eléctrica del edificio”, o bien “¿Ves esa? Es la madre de Menganito, el que dejó toda la ropa de los vecinos teñida de verde”... o cualquier otra frase lapidaria de características similares.
Yo, en mi tierna infancia, amén de la propensión a desarrollar conceptos de forma intuitiva, circunstancia que ya he explicado en mi entrada del pasado sábado, 25 de Septiembre, estuve siempre rozando la frontera entre dos mundos. De un lado, el descrito interés por averiguar de qué forma se pueden abrir las cosas para ver cómo son por dentro, y del otro, una innata pereza a mover un dedo...
Supongo que fue esta última la que me convirtió en hijo modélico y envidia de todas las madres. Educado, silencioso, discreto... Nunca rompí un plato. Bueno, casi nunca. En mi imaginación los platos se rompían a docenas, pero siempre dejaba las pruebas para otro momento.
Uno se leía hasta el listín telefónico. Eso sí. Mi cabeza no dejaba de darle vueltas a las mil posibilidades que da la vida cuando uno acaba de caerse en ella... Pero mi paso del dicho al hecho siempre fue precavido y meditado exhaustivamente. Me gustan una barbaridad los automóviles. Siempre he tenido miniaturas. Y una forma de desahogar mis instintos de investigador nato era el desmontar pieza a pieza, hasta el mínimo detalle, cualquier coche de juguete que cayera en mis manos. Más adelante, ya pre-adolescente, eso me permitía añadir detalles de mi cosecha propia. Mis coches de rallye eran francamente elaborados...
Con el paso de los años, mis manos se fueron atreviendo a pensar por su cuenta y ponerse a la obra. Cierta festividad de Reyes, alguno de los tres Magos de Oriente se dignó (¡por fin!) traerme un fantástico juego de química. Supongo que los más jóvenes de mis posibles lectores no lo recordarán, pero a aquellos que ronden mi edad seguro que les suena el Cheminova. Aparte de una veintena larga de botecitos con sus correspondientes productos químicos, la caja del juego traía una gradilla de plástico para tubos de ensayo, los susodichos tubos, tubo de vidrio para hacer pipetas o construir codos y demás piezas, un mechero de alcohol con su flamante trípode tamaño miniatura, un pequeño vaso de precipitados de unos 120 ml más o menos (que aún conservo; va perfecto para guardar los clips de papel en el escritorio) y un magnífico matraz Erlenmeyer, de capacidad similar a la del vaso...
Como sabéis, Emil Erlenmeyer fue un químico y farmacéutico alemán que, además de diversas aportaciones a la Química Orgánica tanto en su vertiente teórica (regla de Erlenmeyer, introducción de los enlaces dobles y triples entre carbonos... etc) como en su vertiente práctica (síntesis de numerosas sustancias, como por ejemplo la tirosina y la guanidina...), ha pasado a la historia por ser el inventor del omnipresente matraz de fondo plano y cuello alto y estrecho que lleva su nombre.
Pronto descubrí que mezclar el invento del profesor Erlenmeyer con las aventuras del Oso Yogui no resulta ser una buena idea. Sobretodo, si uno se empeña en hacerlo en la cocina recién pintada de su propia madre...
Ignoro completamente si el profesor Erlenmeyer visitó alguna vez el Parque Nacional de Yellowstone en el estado de Wyoming... Creo que en su época aquello aún estaba lleno de indios poco amistosos con los blancos que les estaban empujando fuera de sus territorios. Pero, desde luego, de lo que sí estoy seguro es de que Emil Erlenmeyer jamás pensó que su frasco de vidrio pudiera tener tanta relación con la atracción principal del famoso hogar del Oso Yogui...
Además de ser famoso porque reside en él nuestro conocido amigo Yogui, Yellowstone es muy famoso porque en ese parque hay más de la mitad de los 1000 geyseres conocidos que existen en la Tierra. ¿Qué es un geyser? Yo debería responder que un geyser es un matraz Erlenmeyer lleno de agua a temperatura de ebullición, enterrado en el suelo hasta dejar la boca a ras del mismo. Pero creo recordar que además de esa personal definición, por ahí circula alguna de más objetiva.
Según la inefable Wikipedia, un geyser es un tipo de fuente termal que erupta periódicamente, expulsando una columna de agua caliente y vapor por el aire. Este fenómeno tiene lugar gracias a una serie compleja de factores. Es necesario la presencia de una fuente de calor suficiente para aumentar la temperatura del agua más allá del punto de ebullición. Hace falta una peculiar disposición del subsuelo, con conductos (o materiales permeables al agua) que permitan el contacto del agua con rocas calentadas por la presencia de magma subterráneo. Y, por supuesto, hace falta la presencia de agua superficial. Cuando es calentada geotérmicamente dicha agua, ésta regresa a la superficie a través de conductos estrechos o de rocas fragmentadas en forma de largos chorros de agua hirviente y vapor. El brusco enfriamiento que estas erupciones provocan, detiene el fenómeno. Pero, cuando se vuelve a acumular el agua nuevamente calentada, se repite el proceso. Estas erupciones son periódicas y son las que hacen al geyser un elemento geológico tan curioso y característico.
Pues bien... Yo debería tener por aquel entonces unos doce o trece años y estaba empezando a estudiar el concepto de solubilidad. Sabía que la solubilidad de muchas sales inorgánicas en agua dependía de la temperatura. Por poner un ejemplo hipotético, eso significaba que, si en 100 ml de agua a 25 ºC era posible disolver 2 gramos del compuesto X, en cambio a 80 ºC se podían disolver 5 gramos de ese mismo compuesto.
¿Qué importancia tenía para mí este comportamiento de la solubilidad? Bien, una forma de obtener algunos productos que cristalizan (la sal de mar es un ejemplo de ésto) consiste en preparar una disolución sobresaturada y provocar la formación de cristales del soluto en ella.
Entre los muchos productos que contenía mi flamante juego de Química, había una pequeña cantidad de sulfato de cobre (II). Esta sal se presenta habitualmente en forma de grandes cristales triclínicos de un color azul muy intenso, bastante bonito. Resultaba fácil conseguir más sulfato cúprico ya que se utiliza para muchas aplicaciones incluso domésticas: como alguicida en el tratamiento del agua de las piscinas, por ejemplo.
Ahora no recuerdo en qué libro o enciclopedia vi unos preciosos y enormes cristales de sulfato de cobre (II) en su forma habitual que es la de pentahidrato (CuSO4·5H2O). Yo tenía un polvillo de ese mismo color azul, pero con cristales que apenas llegaban al medio milímetro de diámetro... En mi cabeza se formuló la siguiente pregunta: si obtengo una disolución sobresaturada de sulfato cúprico, cuando éste cristalice, ¿se formarán cristales así de grandes y bonitos? Yo creía que si. Por lógica, el exceso de soluto tendría que precipitar, y si lo hacía de forma adecuadamente lenta, se formaría un único cristal en el proceso. En estos casos, yo había leído que lo que se hacía era colgar mediante un hilo de seda (fibra que no es atacada por la disolución) un cristal más o menos pequeño que servía de “cebo” para el soluto y que iba creciendo de forma regular si el depósito de este último era más o menos lento.
Como la solubilidad del sulfato cúprico es mayor en agua caliente que en agua fría, una forma fácil de conseguir una disolución sobresaturada es calentar agua y añadir la sal hasta que no se disuelva más. Si a temperatura alta, la solución está saturada, al enfriarse la misma obtendremos una disolución sobresaturada, ¿no?
Bien... Si, la respuesta es si.
Así que yo tenía a mi disposición todos los elementos que necesitaba para fabricar un precioso y enorme (eso creía...) cristal triclínico de sulfato de cobre (II) pentahidratado...
Todo esto sucedía mientras el curso escolar finalizaba y empezaban las vacaciones de verano. Hacía tiempo que mi padre deseaba pintar el techo y parte superior de las paredes de nuestra cocina. Ésta tenía las paredes alicatadas hasta media altura con baldosas cuadradas de color blanco y la parte superior y el techo, de yeso, estaban cubiertas de pintura plástica mate de un color que, con el uso propio y natural de la cocina, había perdido su blancura inicial para convertirse en una superficie de un ligero tono amarillento. Tocaba, por tanto, pintar de nuevo.
Así que, en un fin de semana, mi papá dió tres manos de pintura a la pared, devolviéndole su blancura inmaculada. Mi madre, contentísima con su cocina recien pintada, limpió y dejó como nuevos los armarios de cocina y resto de superficies...
Unas dos o tres semanas más tarde, cierta mañana soleada de Julio, me puse a prepararlo todo. Disponía de casi un kilo de sulfato cúprico en calidad industrial, con bastantes impurezas, pero que no me afectaban para lo que iba a hacer. Cogí mi flamante matraz Erlenmeyer, lo llené hasta la marca de los 100 ml con agua destilada y fuí echando dentro pequeñas porciones de cristalitos azules. Cada vez, removía la disolución hasta que se había disuelto todo. Fuí haciendo así hasta que noté que no se disolvía más... Tocaba calentar la disolución.
Como el matraz era demasiado pequeño para ponerlo sobre el fogón de la cocina, cogí un pequeño soporte que mi madre utilizaba para los potes pequeños o la cafetera exprés. Encendí el fuego y puse el matraz sobre él. Conforme se calentaba fuí añadiendo más polvo de sulfato de cobre... Hasta que empezó mi pequeño geyser a funcionar.
Me aparté a tiempo al ver como una columna de agua azul hirviendo salía disparada hacia el techo de la cocina. A prudente distancia fuí testigo de cómo funciona esa maravilla de la naturaleza que conocemos por geyser. Por suerte, el matraz era pequeño y se vació rápidamente. Su contenido estaba ahora bien diseminado por todo el techo antes blanco de la cocina. Ésta presentaba ahora un curioso aspecto: estaba llena de pequeños puntitos de color azul. ¿Estaría enferma?
No tuve tiempo de comprobarlo. Quien rápidamente cambio el color de su cara y sí se puso efectivamente enferma fué mi madre al venir a ver lo que estaba haciendo yo tanto rato en la cocina. Ahora me río de lo que pasó, pero supongo que en aquél momento sus gritos debían alterar la paz del edificio entero. Sólo recuerdo que me tocó limpiarlo todo y que tuve que aprender a pintar... ¿Quién se iba a imaginar que para hervir agua era necesario usar recipientes de boca algo ancha? A mí me gustaban los dibujos del Oso Yogui, pero él nunca hablaba de esas cosas... ¡Siempre estaba persiguiendo los bocadillos de los turistas!
© JMA – Octubre, 2010.
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Kupfer(II)sulfat Pentahydrat Kristall – Stephanb – 2005
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